El fantasma que tose

Quiero que tengáis en cuenta que esta historia es 100% real, que no me invento lo sustancial de ella. Era una historia que iba a escribir muchos meses atrás, pero… en fin.

Era verano del 97 y yo me moría por verte. Recuerdo mucho aquel verano por la muerte casi simultánea de Lady Di y Teresa de Calcuta. No es broma.

Aquel final de agosto, mi amigo Santi el “Pina” me invitó a casa de su abuela en plena huerta murciana. Podría tener una entrada entera sobre todos esos recuerdos de infancia que me provoca Santi, pero procuraré no extenderme demasiado. Como decía, los últimos días del verano los pasé en una casa cerca de un pueblecito llamado Hoya del Campo. Muy rural todo.

Hay que decir que la abuela de Santi me trató como a uno más, era una mujer a la que apenas conocía hasta esos días y, después de aquello, se creó entre nosotros un vínculo especial y siempre que la veía tenía algún comentario que hacerme sobre las trastadas que el Pina y yo hicimos en esas dos semanas.

Una de ellas fue la construcción de una cabaña en un árbol. Cerca de la casa de la finca había un olmo bastante viejo en el que se nos ocurrió realizar el sueño americano. Estuvimos fabricando una imponente torre del homenaje con tablas y palés que encontrábamos por el almacén. En el radiocasete sonaba por aquel entonces la primera cinta de los "Mojinos Escocíos", monólogos y música juntos por fin. A pocos metros, en una finca colindante, unas ovejas y sus corderos eran testigos de nuestra chapuza. También fue un crimen clavar todos aquellos clavos en el Olmo pero, ¿Cuántas oportunidades de hacer una casa en un árbol tiene un niño español?


Las grandes pretensiones de construir nuestra fortaleza dieron paso a una especie de tarima en el Olmo en el que con cierta dificultad cabíamos Santi y yo. Pero no importaba, todo estaba preparado para estrenar la cabaña y pasar nuestra primera noche a la intemperie.

Entra en juego Miguel Ángel, uno de los tíos de Santi que venía de vez en cuando a la casa. Era el que se encargaba más o menos de mantener todo en funcionamiento: comprobaba el agua del embalse, hablaba con los huertanos, etc. Vamos, que era el que conocía el territorio. Cuando se dio cuenta de lo que estábamos haciendo con el Olmo también nos regaló alguna regañina, por el árbol o por las maderas, pero nada grave.

Al enterarse de que íbamos a quedarnos una noche a dormir allí nos habló de un fantasma que, al caer el sol, acechaba por los viñedos. Según él, estaba aquejado de una enfermedad y se le escuchaba toser entre las vides.

Nos reímos mucho con aquella historieta, pero cada vez que en la comida o en algún momento del día, hablábamos de ideas para nuestra cabaña, él nos insistía en aquel fantasma. Por suerte Miguel Ángel no pasaría aquella noche en el campo, así que no podría venir por allí a toser y a meternos el miedo en el cuerpo.

Llegó la noche en la que, por fin, íbamos a dormir en nuestra tan trabajada casa del árbol. Nos llevamos todo lo necesario para pasar una noche de verano en la huerta murciana: mantas, cojines, linternas, alguna revista y el radiocasete. Hasta la abuela de Santi colaboró preparándonos algo para comer.

Nos instalamos como pudimos. Éramos (y seguimos siendo) por suerte, dos adolescentes bastante delgados que no tenían muchos problemas para caber en un palé. En el casete sonaban todavía los “Mojinos” con éxitos como “Jerónima” o la historia del tatuaje que empezaba con aquel mítico “Sevilla, 1990…”.

No recuerdo bien si estábamos hablando, lo de que si que me acuerdo es de que estábamos escuchando la cinta en aquella radio que funcionaba con pilas de las gordas. No sé por qué, pero a uno de los dos le inquietó algo, un sonido que se escapaba de aquel horror de trasto que cantaba con el sonido de el Sevilla. Santi decidió bajar el volumen de la música al mínimo para intentar escuchar si pasaba algo por allí, pero nada, el silencio en aquellas tres o cuatro hectáreas solo lo interrumpíamos nosotros. Era ya bastante tarde y sacamos las linternas. Allí no había absolutamente nadie, salvo esas ovejas que ahora intentaban descansar con unos vecinos algo pesados.

Después de otear el terreno y decidir que era el momento de intentar dormir lo escuchamos. Una tosecilla llegó hasta nuestros oídos y bajó por la espalda erizándonos el pelillo de la nuca. Era una tos clara, innegable, de las que inundan los hospitales y los centros de salud. No sabíamos de donde venía, pero era cercana, muy cercana. Nosotros sacamos las linternas y allí seguía sin haber nadie, ni entre los viñedos cercanos ni alrededor. Nadie andaba cerca porque de andar por aquel terreno lo habríamos escuchado. Pero lo que sí seguía era aquella tos, como si a alguien le estuviera incomodando nuestra presencia.

La solución fue sencilla, recoger las mantas y largarnos de allí a todo lo que nuestras piernas dieran. El radiocasete se quedó allí, no importaba, por lo menos no a Santi que era su propietario. Llegamos a la casa y su abuela, que aún estaba despierta, nos abrió alarmada por las horas y nuestra evacuación de la cabaña del árbol.

Al estar en casa sanos y salvos le contamos lo que había pasado, como alguien cerca del árbol estaba tosiendo tal y como Miguel Ángel había predicho, truncando así nuestro particular sueño americano. La abuela de Santi nos miró y nos dijo: “sois tontos, las que tosen son las ovejas”. Aliviados por la explicación tomamos la saludable, meditada y democrática decisión de quedarnos en la casa y no volver a pensar en quedarnos a dormir en el árbol.

Eso sí, cuando volvió Miguel Ángel y le contamos lo que había pasado hubo risas para una semana. Las suyas, claro.
Posted on 0:06 by Rafa Banana and filed under , , | 0 Comments »

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