De mí. Una historia cualquiera.

Algunos de vosotros conocerá este relato, otros se habrán percatado de que llevo una foto enorme con mi cara detrás de la carpeta como si fuera una quinceañera amante del bobo de turno (Leonardo Di Caprio, Orlando Bloom, Justin Bieber y todos esos personajes que os han “obligado” a anhelar a lo largo de los años), otros en cambio no sabrán de qué hablo y un cuarto grupo ni lo sabe ni le interesa y está a punto de pulsar la X y pasar a otra cosa.
La situación en cuestión es esta:

Y comenzó así:
Hace un par de año algún profesor de la UMH decidió que era necesario entregar una de esas fichas que usan algunos profesores de la Miguel Hernández. A lo largo de mis años de universidad creo que solo he entregado una. Puede que para esa única ficha necesitara una foto de carné. No hacía mucho que me acababa de sacar una foto por algún motivo pero solo me quedaba una copia, así que decidí fotocopiarla a color en la reprografía de la Galia.

Allí un muchacho discapacitado me atendió. Hago un inciso aquí porque cuando digo que era discapacitado no lo hago para mostrar mi disconformidad por lo ocurrido en forma de insulto. No, es sencillamente porque muchos de los empleados de reprografía de la UMH tiene alguna discapacidad consiguiendo así interesantes ventajas fiscales para la empresa que los contratara. Sigo.

Le indiqué que quería cuatro o cinco copias de mi foto de carné, le di la foto en cuestión y empezó a toquetear el ordenador. La impresora empezó a hacer el ruido característico de cuando están sacando algo que ocupa mucho papel. Le vi venir con las correspondientes copias de mi foto en formato DIN A4. Sin ninguna reprimenda mediante le indiqué que las quería en tamaño carné. Así que después sacó de nuevo las fotos, esta vez sí, a un tamaño adecuado. Le di las gracias, me miró y me dijo: “¿Quieres éstas?” señalando las grandes. Así que me llevé todas las fotos al precio de las que le había pedido y las guardé en el último rincón de mi carpeta.

Con el tiempo me fui acostumbrando a llevar la foto y ha dado lugar a un par de anécdotas. La primera es que Pedro Periche me pidió una por hacer la gracia y una noche la sacó y se la enseñó a una chica, que al verla se autoconvenció de que el de la foto era él y no yo. La segunda tiene que ver con Laura a la que un día de biblioteca cuando ella salió fuera de la sala, le coloqué la foto tal cual la llevaba yo. Solo la llevó un día, pero las risas que me eché yo solo merecieron la pena.
Ahora solo me queda una de esas fotos y quien sabe, quizá la siguiente víctima seas TÚ! Muajaja (risa malévola).
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De Starway to heaven

Era la noche de nochebuena. Creo que era la primera vez que salía un 24 de diciembre, porque para mí es una noche para estar con la familia. Pero claro, después de la cena iba un poco tocado y eso me hizo buscar un cómplice de aventuras que en aquella ocasión fue Jose Miguel, que dicho sea de paso, no se pierde un sarao.
Quedamos alrededor de a las dos de la madrugada en la puerta de El Nido. Para el que no lo sepa, El Nido, es ahora mismo el mejor rock-blues-bar de Torrevieja. Por tres razones que diré a continuación y que probablemente acabarán siendo más:
1- Buena música. Un día está puesto el random y sale de todo y otro les da por hacer una jornada temática de Red Hot Chili Peppers y no te quieres ir.
2- Dardos, futbolín y billar. Hace años teníamos que patearnos todo el paseo y la Playa del Cura para poder echar una partida de futbolín en lo que era el Ruta al Sur (que solo el bar ya tiene una entrada per sé). No habíamos jugado en nuestra vida a los dardos y ahora resulta que nos encanta.
3- El trato es más que amigable. Peter es el cabeza de familia y sus hijos, Adriana y Peter? Junior ( perdón, pero no estoy seguro del todo) , el caso es que siempre están allí y de vez en cuando te pueden decir: “¡Cuánto tiempo sin vernos!” entonces si es Adriana la que te lo dice mola contestarle: “¿Me echabas de menos?” y ver como pone caras.
4- No es caro. El primer día que llegué allí el local ya llevaba abierto por lo menos tres meses. Adriana me dijo: “Hoy es el día del Matusalem, vale lo mismo que el brugal, ¿Qué te pongo?” y ganó mi corazón para siempre, porque lo preparó con mimo. Era el mejor cubata que había tomado en mi vida y me costó cuatro euros.
Continúo:
Era nochebuena y el niño Jesús ya estaba celebrando su cumple. San José estaba sopesando si comerse la divina placenta y el Mulagas estaba calentando el pesebre.
Aquel día simplemente nos sentamos en la barra Jose Miguel y yo y empezamos a tomar cubatas mientras saludábamos y hablábamos con cualquiera que quisiera dahttp://www.blogger.com/img/blank.gifrnos un poco de cháchara. Era ya tarde y la gente seguía entrando al bar. Adriana empezó a darnos conversación porque ella es así de maja mientras Peter padre estaba trasteando la música. En un momento dado, empezó:

Junto a nosotros, al otro lado de la barra comenzó una discusión sobre la canción y los gustos musicales de Peter. Estaba claro que a él le gustaba mientras que el grupillo de gafapastas insistían en que esa canción era puramente comercial y que comparado con el café que compra Bonnie era caca.
Entonces es cuando irrumpo yo en escena y me añado a la conversación defendiendo al patriarca y sus gustos musicales, sus gustos en general y el derecho de la gente a que le guste Camela. Sí, es odioso, es un ruido infernal que solo puede ser peor con el berrido de la cabra. ¿Cómo? ¿Qué no llevan cabra? Vaya… En fin, mi conversación también se tornó un poco violenta, porque claro, para los defensores del estilo musical por excelencia cuyo patrón de vestimenta es Luis Piedrahita (al cual admiro) su verdad era absoluta. Así que saqué mi estoque y zanjé la discusión. Y eso amigos, es lo que se llama respeto. Aunque a veces también lo llaman democracia. Y NO LO ES!
PS: Tan airada fue la conversación y tan notable que de vez en cuando Adriana nos lo recuerda y yo ahora, cada vez que escucho Starway to heaven me acuerdo de aquel día y de que a Peter le encanta.
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El refugio. Una historia de miedo.

Esta anécdota me pasó hace cerca de un mes.

Inmerso de lleno en mi trabajo periodístico recibí el encargo de buscar un incendio detectado en la Laguna de La Mata. Al parecer hay un pirómano, un loco o un idiota prendiendo fuego a distintas partes del paraje, sobretodo se dedica a quemar partes cercanas al agua donde hay matojos y flora seca que, todo cabe decirlo, arde de puta madre. Pero no es un incendiario al uso porque por alguna extraña razón la cercana pinada de Guardamar no la toca (y eso que ardería con gusto).

Buscando el lugar del último incendio detectado una simpática empleada de la tienda de muebles Procomobel, creo se llamaba así, me indicó un camino por el que quizá podría aproximarme a la zona quemada. Eso me llevó a coger mi coche y transitar por una especie de carretera sin asfalto y agujeros en el suelo que me hicieron pensar que me iba a quedar en uno.

Al cabo de un par de kilómetros pasé por delante de un restaurante viejo y abandonado junto a un conjunto de casas que nombro en plural porque en realidad se trataba de un único edificio de una planta pintado de blanco, totalmente liso pero con varias puertas y ventanas. Plantado delante había un cartel que decía El refugio, Centro ecuestre. Así que decidí aparcar entre las casas y el restaurante ya que parecía estar bastante cerca de la laguna.

Allí, a las puertas de una de las casas, un par de mujeres me miraban intrigadas en mi presencia. Cogí la cámara y bajé por un pequeño sendero para buscar alguna zona quemada. Tras bajar unos cuantos escalones vi una valla cercando a unas cuantas ovejas. Detrás del edificio descubrí una especie de cuadra donde habían caballos.

Por allí andaban un par de niñas de unos doce años a las que pregunté por el incendio, pero no hablaban español y ninguno de los tres hablaba una maravilla de inglés. Así que llamaron a una tercera chica que estaba subida encima de un caballo al grito de: “¡Sabina!”. La amazona dejó al caballo en uno de esos establos y se acercó, en un idioma que me pareció alemán se entendió con las niñas. Ella era una chica algo mayor, rubia, de ojos claros y bastante mona que se acercó hasta mí y me habló en un castellano un poco pobre. Intenté que me contara más cosas sobre el incendio, si lo había visto, cuándo fue, cómo llegar a la zona. Pero después de unas vagas respuestas me invitó a acompañarla a hablar con el patrón (ella lo llamó así) que se encontraba dentro del restaurante supuestamente abandonado.

Evidentemente allí no había ni rastro de mesas, sillas ni nada parecido a una actividad comercial cercana en el tiempo. Tras una vieja barra de algo más de un metro había un hombre viejo, algo zarapatroso y con escasez de dientes que hablaba por teléfono. Sabina le dijo que quería hablar con él y me hizo esperar un instante mientras terminaba la conversación. Cuando colgó volví a empezar, le dije por qué estaba allí y me sacó cerca de la verja con animales y me explicó lo que sabía sobre el incendio. Parecía español y sin duda lo era, pero no hablaba del todo bien, me recordó un poco a Yoda, ya que también andaba un poco encorvado y la dislexia era casi palpable como ya he dicho. Así que después de hacer algunas fotos a la zona me despedí de él y me dirigí a mi coche.

Cuando volvía a subir las escaleras me encontré con que había alguien más en las casas. Un hombre de unos treinta y cinco años y rasgos de Europa del Este merodeaba fuera, cerca de donde habían estado las mujeres antes. Me miró con odio, como si le molestara mi mera presencia allí, no me dirigió la palabra y sentí que su mirada se me clavaba en la nuca aún dentro del coche, así que procuré no entretenerme mucho y me fui de allí.
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El efecto interrail

Para los que no lo sabéis, en verano del 2006 mis amigos (Sandro, Manolo, José Miguel, Java, Piru) y yo hicimos un viaje por Europa. Durante 26 días recorrimos siete países cargados con una de esas típicas mochilas de caminante, alargadas, grandes, con el saco de dormir y la esterilla.

En ese mes mis amigos lo fueron todo; el móvil apenas lo usábamos, internet no nos comunicaba con nuestros familiares, la exigencia del viaje nos hacía parar poco y a veces, como cuando dormimos una noche en Montreux en la calle, ni siquiera teníamos la oportunidad de comunicarnos con otras personas.

Por supuesto, en aquellos días se sucedían las peleas, las discusiones, las riñas y las ideas contrapuestas por decisiones que en un viaje de tal magnitud debíamos afrontar, como dar prioridad a comer o a dormir, etc. Cierto es que algunas noches, el alcohol y el encanto las ciudades nos hicieron tomar decisiones a la ligera, como cuando al volver de pasar una noche increíble en Budapest no tuvimos más remedio que espetarle al recepcionista del albergue un: “another night”.

A lo largo de 26 días esos cinco tíos eran todo lo importante para mí (además de la cartera y el billete de Interrail), no existía nada lejos de esos cinco que yo necesitara y la mayor parte del día me la pasaba contando para ver si estaban todos, girándome en busca del mochilero perdido si en lugar de cinco habían cuatro.

Todo acabó un 6 de agosto. Después de llegar a Valencia desde Berlín nos quedaba tomar el último tren de ese viaje, el que nos llevaría a tierras Alicantinas. Una vez en la estación nos hicimos también la foto de despedida, nosotros y nuestras compañeras de viaje, aquellas mochilas que nos hacían llevar nuestra casa a cuestas, como caracoles.

Allí mismo nos separamos, nos despedimos de aquel mes inolvidable y nos montamos en los coches de camino a Torrevieja. Cuando dejaba la mochila en el maletero del padre del Piru hice la última cuenta, como si hiciera falta. Era la primera vez en 26 días que éramos tres, pero en aquel coche de vuelta a mi casa sentí que había perdido algo, como cuando sales de casa pensando que te has dejado el fuego encendido o no has cogido el carnet de conducir. Sentía un vacío enorme sólo por el hecho de que mis amigos viajaban en el coche de delante. Costó pensar que volvía a estar solo.
Posted on 4:46 by Rafa Banana and filed under , | 0 Comments »