El refugio. Una historia de miedo.

Esta anécdota me pasó hace cerca de un mes.

Inmerso de lleno en mi trabajo periodístico recibí el encargo de buscar un incendio detectado en la Laguna de La Mata. Al parecer hay un pirómano, un loco o un idiota prendiendo fuego a distintas partes del paraje, sobretodo se dedica a quemar partes cercanas al agua donde hay matojos y flora seca que, todo cabe decirlo, arde de puta madre. Pero no es un incendiario al uso porque por alguna extraña razón la cercana pinada de Guardamar no la toca (y eso que ardería con gusto).

Buscando el lugar del último incendio detectado una simpática empleada de la tienda de muebles Procomobel, creo se llamaba así, me indicó un camino por el que quizá podría aproximarme a la zona quemada. Eso me llevó a coger mi coche y transitar por una especie de carretera sin asfalto y agujeros en el suelo que me hicieron pensar que me iba a quedar en uno.

Al cabo de un par de kilómetros pasé por delante de un restaurante viejo y abandonado junto a un conjunto de casas que nombro en plural porque en realidad se trataba de un único edificio de una planta pintado de blanco, totalmente liso pero con varias puertas y ventanas. Plantado delante había un cartel que decía El refugio, Centro ecuestre. Así que decidí aparcar entre las casas y el restaurante ya que parecía estar bastante cerca de la laguna.

Allí, a las puertas de una de las casas, un par de mujeres me miraban intrigadas en mi presencia. Cogí la cámara y bajé por un pequeño sendero para buscar alguna zona quemada. Tras bajar unos cuantos escalones vi una valla cercando a unas cuantas ovejas. Detrás del edificio descubrí una especie de cuadra donde habían caballos.

Por allí andaban un par de niñas de unos doce años a las que pregunté por el incendio, pero no hablaban español y ninguno de los tres hablaba una maravilla de inglés. Así que llamaron a una tercera chica que estaba subida encima de un caballo al grito de: “¡Sabina!”. La amazona dejó al caballo en uno de esos establos y se acercó, en un idioma que me pareció alemán se entendió con las niñas. Ella era una chica algo mayor, rubia, de ojos claros y bastante mona que se acercó hasta mí y me habló en un castellano un poco pobre. Intenté que me contara más cosas sobre el incendio, si lo había visto, cuándo fue, cómo llegar a la zona. Pero después de unas vagas respuestas me invitó a acompañarla a hablar con el patrón (ella lo llamó así) que se encontraba dentro del restaurante supuestamente abandonado.

Evidentemente allí no había ni rastro de mesas, sillas ni nada parecido a una actividad comercial cercana en el tiempo. Tras una vieja barra de algo más de un metro había un hombre viejo, algo zarapatroso y con escasez de dientes que hablaba por teléfono. Sabina le dijo que quería hablar con él y me hizo esperar un instante mientras terminaba la conversación. Cuando colgó volví a empezar, le dije por qué estaba allí y me sacó cerca de la verja con animales y me explicó lo que sabía sobre el incendio. Parecía español y sin duda lo era, pero no hablaba del todo bien, me recordó un poco a Yoda, ya que también andaba un poco encorvado y la dislexia era casi palpable como ya he dicho. Así que después de hacer algunas fotos a la zona me despedí de él y me dirigí a mi coche.

Cuando volvía a subir las escaleras me encontré con que había alguien más en las casas. Un hombre de unos treinta y cinco años y rasgos de Europa del Este merodeaba fuera, cerca de donde habían estado las mujeres antes. Me miró con odio, como si le molestara mi mera presencia allí, no me dirigió la palabra y sentí que su mirada se me clavaba en la nuca aún dentro del coche, así que procuré no entretenerme mucho y me fui de allí.
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El efecto interrail

Para los que no lo sabéis, en verano del 2006 mis amigos (Sandro, Manolo, José Miguel, Java, Piru) y yo hicimos un viaje por Europa. Durante 26 días recorrimos siete países cargados con una de esas típicas mochilas de caminante, alargadas, grandes, con el saco de dormir y la esterilla.

En ese mes mis amigos lo fueron todo; el móvil apenas lo usábamos, internet no nos comunicaba con nuestros familiares, la exigencia del viaje nos hacía parar poco y a veces, como cuando dormimos una noche en Montreux en la calle, ni siquiera teníamos la oportunidad de comunicarnos con otras personas.

Por supuesto, en aquellos días se sucedían las peleas, las discusiones, las riñas y las ideas contrapuestas por decisiones que en un viaje de tal magnitud debíamos afrontar, como dar prioridad a comer o a dormir, etc. Cierto es que algunas noches, el alcohol y el encanto las ciudades nos hicieron tomar decisiones a la ligera, como cuando al volver de pasar una noche increíble en Budapest no tuvimos más remedio que espetarle al recepcionista del albergue un: “another night”.

A lo largo de 26 días esos cinco tíos eran todo lo importante para mí (además de la cartera y el billete de Interrail), no existía nada lejos de esos cinco que yo necesitara y la mayor parte del día me la pasaba contando para ver si estaban todos, girándome en busca del mochilero perdido si en lugar de cinco habían cuatro.

Todo acabó un 6 de agosto. Después de llegar a Valencia desde Berlín nos quedaba tomar el último tren de ese viaje, el que nos llevaría a tierras Alicantinas. Una vez en la estación nos hicimos también la foto de despedida, nosotros y nuestras compañeras de viaje, aquellas mochilas que nos hacían llevar nuestra casa a cuestas, como caracoles.

Allí mismo nos separamos, nos despedimos de aquel mes inolvidable y nos montamos en los coches de camino a Torrevieja. Cuando dejaba la mochila en el maletero del padre del Piru hice la última cuenta, como si hiciera falta. Era la primera vez en 26 días que éramos tres, pero en aquel coche de vuelta a mi casa sentí que había perdido algo, como cuando sales de casa pensando que te has dejado el fuego encendido o no has cogido el carnet de conducir. Sentía un vacío enorme sólo por el hecho de que mis amigos viajaban en el coche de delante. Costó pensar que volvía a estar solo.
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Hasta la vista, baby

Es difícil despedirse de un año así. Creo que voy a hacerme fan de los años pares porque creo que, sin duda son mis años, en los que por alguna extraña razón todo brilla.

Hace algún tiempo leí que los 25 son la edad de máximo rendimiento de un deportista y en torno a eso ha girado el año entero, no sólo en lo balonmanístico sino también en lo personal y en lo profesional. En resumidas cuentas, ha sido un año casi perfecto para mí.

En primer lugar nuestro comienzo de año en aquel barco fue apoteósico, difícil de olvidar, imposible de repetir e increíblemente divertido de recordar. Fue la noche perfecta para un año que empezaba. Aquel barco fue el punto de inflexión del 2010, como diciendo: “si esta noche te ha gustado, espera a ver lo que tengo guardado para el resto del año.”

Por supuesto aquel 24 de marzo también será inolvidable. Cumplía el sueño de cualquier jugador de balonmano, tener la oportunidad de debutar en ASOBAL. Jamás olvidaré lo que significó saltar al campo y recibir el cariño de la gente en forma de aplauso. Se me humedecen los ojos al recordar algo que Rebollo me dijo, algo en lo que él se fijo y nadie más. Eso también tengo que agradecérselo a él, hacerme participe de un momento que yo no pude disfrutar y hacerme pensar algo que no creía que yo pudiera experimentar.

Luego por supuesto llegó Riviera maya, un viaje alucinante, emocionante, irrepetible. Muchas noches de risas y mil anécdotas con gente que me era prácticamente desconocida y que en unos días acabaron convirtiéndose en las personas más importantes de la carrera (título a compartir por muchos de esos compañeros de promoción, presentes y ausentes en la graduación). Mención especial a la mirada de aquella argentina que me hace esbozar una sonrisa. Un olé por ella.

Mi graduación fue también espectacular y me hizo arrepentirme de no haber vivido más momentos como aquel con mi familia periodística. Aquel día me hizo comprender que los echaría de menos siempre y que cualquier éxito de aquella promoción sería muy común.

Podría seguir noche a noche, porque ha sido un año de muchas noches y complicidades, creo que he ganado algún amigo de más este año mientras iba creándome enemigos. Pero esas también serán anécdotas divertidas de contar.

Me voy a dejar muchas cosas, pero como he dicho, en lo deportivo, en lo personal y por último, en lo profesional, porque trabajando con Laverdad he ganado amigos, he conocido a maestros que me han enseñado a empezar a abrirme paso en este mundillo. Puede que mi destino no sea acabar escribiendo en periódicos, pero la experiencia que estoy viviendo merecerá la pena sólo por la oportunidad de vivirla y ganarla.

Me dejo todo lo demás para este 2011. Es año impar, pero tenemos grandes planes para empezar en él de una manera tan memorable como el año pasado. De momento la compañía del anillo promete.

Sólo (y se supone que es la última vez que pongo “sólo”) era un tochaco más para desearos un año ME-MO-RA-BLE. Eso es lo importante, que merezca la pena ser recordado.
Hablamos a la vuelta.

Atentamente: Rafa Ballester.

PS: Voy a cerrar el ciclo del año.
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De una noche madrileña

Era sábado en la capital del reino donde se pone el sol de vez en cuando, nuestro cuarto viaje a Madrid y la quincuagésima vez que salíamos por Malasaña. Habíamos terminado de cenar burritos en casa de nuestro anfitrión Rubén, que nos cocinó durante toda nuestra estancia como una abuela (de bien, no en plan tetas por el ombligo). Después de la comida mexicana en la que nos aleccionaron Lorens y Agustín, sus compañeros de piso, sobre el montaje e ingesta del burrito, ultimamos la botella de limoncello y nos embarcamos en el metro dirección Tribunal.

Junto a nosotros viajaba Inés, una amiga de Rubén a la que más tarde asimilaría como Eddie Murphy en Superdetective en Hollywood por su manera de embaucar y engañar a la gente para conseguir sus propósitos, lo que la convertía en una loca que ofrecía una amena compañía y una conversación afable y distendida. Después de agenciarnos unas cervezas de vendedores chinos que las conservaban asombrosamente frías, fuimos a un garito llamado “La vía láctea” en el que ya habíamos estado en anteriores visitas.

Justo en la puerta una muchacha guapilla me paró con un inquietante: “¿Tú has desfilado en Cibeles, verdad?”. A lo que le tuve que contestar: “Sí, pero ayer”.

El antro era tal y como lo recordaba, un estrecho pasillo con fotos retros y algo inolvidable para mí y mis amigos, películas viejas en pantallas de tele como las que Java recogería de la basura para intentar arreglarlas.

Estando en aquel lugar de tránsito de personas me fijé en una chica rubia y alta. Era tan alta como yo al menos, de ojos claros y una sonrisa que le alumbraba la cara e hizo que me recordara a Denise Richards (en momentos mejores para la ex de Charlie Seen). Al poco nuestras miradas se cruzaron de refilón, Inés lo llamó “contacto visual”. Se trasladó a una zona de sofás y después de mostrar mi interés por ella abiertamente a mis acompañantes, realizamos un movimiento de acercamiento a su perímetro. Allí hubo una clara declaración de intenciones, yo la miraba de vez en cuando y cuando nuestras pupilas coincidieron pasó como medio segundo que se hizo eterno. Decidí evitar que la situación fuera más tensa yendo al aseo. Al salir ella pasó delante de mí y en un falso tropiezo topó conmigo, se disculpó con la mano, que yo acerté a coger suavemente de alguna manera, dejándola escapar de forma sutil y dulce (o eso me pareció).

Volvimos a los sofás y nuestros encuentros visuales se complementaban con sonrisas de ambos. La chica rubia volvió a desplazarse hasta una zona alta de la discoteca. Yo seguía observándola hasta que fui obligado a acercarme de nuevo. Inés sugería que me acercara, mientras yo veía como bailaba con un tío que me hizo pensar: “se acabó”. Pero ella se zafó de él, tomé un sorbo de la cerveza y le dije a Inés: “puede que no vuelva”.

Saqué pecho y me acerqué a ella. Con un gesto de mi mano pedí concesión para el baile que aceptó asintiendo con la cabeza. Durante el contoneo subió a un escalón, quedando yo a la altura de su cuello, lo primero que le dije fue: “You are so tall”. Me contestó en español y mantuvimos una breve conversación. Ella pasaba su mano por mi pelo cariñosamente y me hablaba muy cerca de la boca. Aprendí una lección que me pareció universal al respecto de las conversaciones boca-boca en una discoteca. Pero resultó no serlo.
Empezó a irse y yo la dejé marchar sin más, sin preguntarle su nombre, su número de teléfono, algo para saber más de ella. Lo último que dijo fue: “te buscaré”.

Sonó poético. La creí.
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De tocadas de huevos. Capítulo 1.

Para meteros en el ajo. En LaVerdad hay una sección llamada “A salto de mata”. Consiste en coger a alguien y hacerle una entrevista. A cualquiera, ya sea el presidente del mundo o el portero de tu casa (el electrónico).

Hoy he ido a hacerle una entrevista a la mujer de la administración Nº 1 de Torrevieja, ya que en navidad había dado el gordo y hace poco dio un premio del Euromillón (más de 350.000 euros, casi ná) y pensé, esta mujer tiene chicha (y una buena entrevista).

Nada más llegar al lugar me ha parecido una mujer que despachaba amablemente a sus clientes y he esperado pacientemente mi turno (así soy yo). Después de la pertinente presentación me dice que bueno, que le pregunte mientras ella va diciendo “en este no tiene nada, aquí 30 euros”. Cosa que no me ha parecido demasiado cómoda. A mí no me importa volver otro día o no volver, “ya ves truz”, pero no, me dice que la haga, pero que ni ella va a salir de la administración, ni yo voy a entrar, ni la otra chica que había allí se iba a poner a atender (porque no le salía de sus nobles pechugas).

Me pongo a hacerle la entrevista delante de la ventanilla mientras ella atiende a la gente. A preguntas jugosísimas como: “¿Cómo recuerda el día que dio el gordo?” ella responde: “Bien, feliz”. ¡No me jodas! Después de prepararme siete preguntas que podrían dar para por lo menos siete minutos de conversación buena ella me responde con 2 minutos de monosílabos y vagas explicaciones. Y para rematar cuando le hago una pregunta para la que parece que se explaya un poco me dice: “Hijo, termina ya”.

O sea, después de darme una entrevista de mierda, va y me termina tocando mis santas pelotas despachándome como si salir en los medios fuera gratis.

Yo no le deseo la muerte a nadie. A esta señora tampoco, pero mala suerte para el resto de su carrera como vendedora de lotería…
Posted on 14:09 by Rafa Banana and filed under | 0 Comments »

De miradas

Por unas cosas u otras hoy me ha dado por leer textos que he escrito y eso ha despertado el gusanillo de volver a tener algo que publicar. He terminado leyendo mi entrada sobre la argentina y me he dado cuenta de lo mucho que me gustó aquella mirada y que pena no volver a encontrarme a esa chica. También me alegro de poder recrear aquel momento con lo escrito. Es genial.

Sobre la mirada tengo dos recuerdos:

El primero tiene un año exactamente. Ocurrió durante los carnavales de Xairo en el que iba vestido de gondolero (un disfraz que nunca me gustó demasiado). Estaba en aquel sitio donde nos dejaron hacer botellón mirando a cada chica guapa que pasara. En una de esas que me quedé mirando fijamente a un par de muchachas disfrazadas de algo que no recuerdo me pareció escuchar tras su paso y entre el griterío un: “¡Qué mirada!” que levantaría el ego a cualquiera. Eso quedó ahí.

El segundo sucedió la semana pasada durante la fiesta ibicenca de Cabo Roig. Estaba tomando uno de aquellos quintos de cerveza Alambra, mirando con dificultad a todo el mundo para no confundirme de persona a la hora de volver con mis amigos y para no llamar guapa a quien no lo mereciera, porque sólo había una fuente de luz y las personas que venían de cara se las distinguía bien, pero con dificultad. Entre la penumbra me pareció ver a una morena y a una chica rubia suficientemente agradable para mi vista e intenté escudriñar cuanto de agradable me parecería, así que me quedé mirándola fijamente. Su amiga que se percató de la situación, la tocó en el hombro y exclamó: “¡Ana!” lo suficientemente fuerte para oírlo y flojo para que no fuera un grito enorme. Pasaron ligeramente por delante de mí, se pararon, nos presentamos, no reímos y se coloraron de espaldas a la luz, por lo que volvían a estar en la penumbra y yo totalmente de cara y a merced de su juicio. Después de esas risas se despidieron de mí con un típico: “ahora venimos”. Pero ¡Sorpresa!

La importancia de la mirada reside en eso que dice Ignatius, que no es que sea un gran filósofo pero dice cosas con cierto sentido y es que una chica ya sabe nada más verte si va a acostarse contigo. Y esas dos lo supieron en cuanto vieron mi rostro iluminado.
Posted on 18:11 by Rafa Banana and filed under | 0 Comments »

Recordando colores

Dicen que a los humanos no se nos da bien memorizar colores.

En algún momento de mi vida hablé a alguien de unos ojos indescriptibles, alguna vez lo he mencionado y si me preguntan no dudo en la respuesta. ¿Cuáles son los ojos más bonitos que has visto?

Sucedió aquel verano del 2006 en un tren que partió desde Hamburgo con destino Copenhague. Nos fascinó el tren que aparte de ser cómodo tenía la peculiaridad de que se metía en un barco. Eso para unos pobres españoles que no han pisado mundo era espectacular.

Nada más llegar al tren ocupamos nuestros asientos y todos los que pudimos, éramos un grupo de seis machos ibéricos que disfrutaban de sus últimos días de viaje (a falta de seis más) y lo que queríamos era acomodarnos de la mejor manera posible, si eso exigía invadir unos cuantos asientos de más se hacía. Yo me senté junto a Manolo en uno de esas mesas de tren que resultaron tan prácticas en aquellos largos y aburridos viajes.

Frente a nosotros llegó un tío de unos 25 años, chileno (si no recuerdo mal) que hablaba algún idioma raro, que puede que fuera danés (complicadísimo). Tenía demasiado palique, se puso a hablarnos de cosas que en aquel momento puede que me parecieran interesantísimas pero como recuerdo quedó eclipsado por aquellos ojos.

Algún tiempo después de salir de la estación de Hamburgo en una parada a una media hora de distancia una mujer con atuendo árabe dejó su maleta en el portaequipajes, se despidió de su esposo y se asomó al lado contrario de donde estábamos para despedirse una vez más. Él parecía el típico magrebí con dedicación a actividades del sector servicios, parecía que había hecho un descanso en el trabajo para poder decir adiós a su amada.

Tras echar una última mirada al ventanal del tren se sentó frente a nosotros. No era una mujer especialmente guapa pero tenía una mirada increíble, unos preciosos y extraños ojos de un color más claro que la miel nos escudriñó a Manolo y a mí. Era como si alguien hubiera jugado a mezclar dos colores de ojos imposibles. Yo me quedé embobado mirando aquel iris tan auténtico, tan único, aún sabiendo que es una falta de respeto mirar a alguien extraño con tanta insistencia.

Supongo que no quería olvidar aquella mirada. Como cuando se mira a alguien que sabes que no vas a volver a ver y al final ese último instante se convierte casi en el único recuerdo suyo.
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